Medalla para los II Juegos del Mediterráneo. O cómo Giner desbordó los cánones

El talento del maestro Giner, entre otras muchas cuestiones que venimos analizando en las distintas medallas del trimestre que hemos desgranado, estuvo también en un equilibrio que nunca fue fácil de encontrar entre toda esa hornada de escultores y pintores que vivieron los cambios de lo decimonónico hacia aquí.

Moverse entre las líneas clásicas, académicas, siempre uniformadoras, a la vez que intentar contribuir a la frescura que los nuevos tiempos demandaban al arte, se antojaba una empresa pocas veces compensadora.

Giner en cambio tomó esta iniciativa desde bien pronto, puesto que la serie de medallas “Ara y Siembra”, compuesta durante los años de la Guerra Civil, muestran -conservamos sus dibujos y plaquetas como palpable testimonio- ese justo interés por crear medallística; es decir, crear en el sentido de concebir el arte como un acto libre en el que artífice, desde sus irrenunciables ideales así como su depurada técnica, materializa una serie libérrima, sin corsés ni ataduras.

Justo en este ciclo está el principio creador de la medalla que nos lleva este mes hacia el nulense.

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