Porqué Juana Francés era -y es- mejor que Tàpies

  • Exposición “Atravesando la materia de improviso” / Juana Francés
  • Museo de Arte Contemporáneo de Alicante (MACA) / Hasta el 6 de junio de 2020
Foto: Juan Peiró (MACA)

Se reía el barbero a costa de Don Quijote contándole la fábula de la «casa de los locos de Sevilla» y aquellos dos internos -uno recluído y otro pretendidamente ya cuerdo- que se creían Júpiter y Neptuno, a lo que Alonso Quijano le respondía: «¿Es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas?» Algo similar ocurre con el arte; sobre todo con el contemporáneo. O mejor dicho: con la crítica de arte contemporáneo. Y es que, según parece, las comparaciones son siempre odiosas. Andan los críticos sin mover polvo ni remolino; sin mojarse en las humedades de la pintura; sin meterse en las urdimbres de la tela. Pasa ahora y ha pasado casi siempre.

Es lo que uno piensa cuando observa y disfruta una y otra vez de un -varios ya es climático- juanafrancés. La exposición que hasta junio ha formalizado el Museo de Arte Contemporáneo de Alicante no hace más que insistir en ello. Juana Francés se nos presenta, de nuevo, excepcional; como es su pintura. El montaje del MACA se ha centrado en los fondos que poseen -aún estamos preguntándonos qué esperan a fijar su nueva sala permanente- de las dos primeras etapas pictóricas de la artista alicantina, la informalista (1956-1963) y la que relaciona al ser humano con la ciudad (1963-1979) Pero es sin lugar a dudas en la primera de ellas donde Juana pugna -silenciada- y destaca -estruendosa- sobre sus contemporáneos.

S.T. / Óleo y tierra sobre lienzo (Foto: MACA)

Es inevitable acordarse de Millares o de Tàpies, por ejemplo. Y acordarse es compararlos. Sobre todo con éste último. El uso de la arpillera, de la tela voluminosa y el contraste de superficies, distingue claramente a Manolo de Juana; pero la mancha, la pintura que gotea, las arenas y las tipologías de las tramas, paragonan con claridad a Francés con aquel último. Por cierto, a Tàpies -o más bien a sus hermeneutas- no le pasa como al Quijote, que tras preguntarle al rapista, le explicaba que “no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo: solo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería”.

El barcelonés siempre superpuso al informalismo el simbolismo. Sus materias van acompañadas de signos o letras. El materialismo nunca pareció lírico. En Juana la abstracción en lo táctil es absoluta. De hecho, en cuanto vislumbró que de la materia surgía lo antropomórfico, su pintura se concretó en lo formal esquemático y hierático. Pero eso sí, humanista. Se observa esta evolución perfectamente en la exposición.

En los años 50 la de Alicante desplegaba la materia en toda su dimensión, la convertía en intesa masa de textura y color; la amplificaba. Escribía Juan Eduardo Cirlot, teórico radical del informalismo, que éste perfeccionaba la abstracción con su “arrebatado movimiento de la materia, por el resplandor de las texturas y por el trabajo profundo de cada parcela de la imagen”. Nada más próximo a nuestra autora. Y nada más alejado de Tàpies: “Desde el principio, desde muy joven, en mis primeros cuadros y para dar un aspecto más completo de lo que quería decir utilizaba una palabra o un verso, que podía ser útil también para que la gente se diera cuenta del conjunto.” La caligrafía oriental, y su aplicación sutil, disimulada, en lienzos que hoy cotizan al alza, distancian aún más a Antoni -¿desde el principio?- de los asertos de Cirlot.

Situación coyuntural de la coyuntura, 1976 / Óleo sobre lienzo y elementos adosados (Foto: MACA)

La segunda parte de la exposición, como decíamos, se centra en la relación que establecía la autora entre el ser humano y lo urbano. Aquí, la variedad compositiva -desde las serigrafías con llamativos verdes, a las columnas de rostros cableados-, incide en la soledad del hombre urbanita, el del ser humano descorazonado e impertérrito que observa el mundo desde una urna simbólica. Estamos en los años 60-70, los años del esperanzado desarrollismo, del éxodo rural y la nueva urbe “creada con orgullo, pero que también está siendo su desgracia” (pintora dixit) La propia columna de madera que se alza al fondo de la sala, es como ese edificio racionalista, sencillo, sin estridencias, funcional, que representa la nueva vida fruto del creciente trabajo terciarizado y el ascenso de las clases medias. Sus individuos, por pares, como asomándose a las ventanas, nos contemplan; pero nunca comunican.

Uno, aún no termina de disfrutar de su deambular por la sala, e irremediablemente recuerda, desde las odiosas comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, cuán difícil es explicar que Juana Francés no tenga aún el pedestal en la historia del arte que merece. Y es que tal vez le ocurra, de nuevo, como al Quijote, quien caminando por un pueblo, “dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo: con la iglesia hemos dado, Sancho”; con la rocosa -más que pétrea- neoiglesia del arte contemporáneo.

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